Ya antes del acuerdo, que ojalá
llegue pronto, entre el gobierno de Juan Manuel Santos y la guerrilla de las
Farc, Colombia, dicen los medios, está en manos de 1.500 bandas criminales.
Una paz mal hecha —¿y habrá
alguna que no lo sea?— podría incrementar esa cifra de un modo dramático, y
todo presupuesto sería escaso, y toda solución institucional precaria, ante una
escalada de la criminalidad incontrolable.
¿A qué se debe la abundancia de
esas bandas criminales? En primer lugar a la guerra misma, que es una inmensa
factoría de guerreros en un país donde hace años los jóvenes casi no tienen
otra alternativa laboral que la violencia.
En segundo lugar a la
desmovilización a medias de los sanguinarios ejércitos paramilitares que por
décadas usurparon con sangre la labor de la justicia, ocuparon el territorio
con la complicidad del Estado o de sus agentes, y pretendían combatir a la
guerrilla cuando en realidad despejaban las rutas de la droga o competían en
ese trabajo con la insurgencia.
Y en tercer lugar, pero el más
importante, a la guerra de las drogas. Al hecho de que el negocio de la droga
no ha sido desmontado, y mientras exista será la mayor amenaza para la
estabilidad de nuestras naciones y fuente de violencia y de corrupción.
El papel de los gobiernos de EE.
UU. ha sido decisivo en el proceso creciente de desintegración de la sociedad
latinoamericana. Desde cuando al despertar de Woodstock, en 1969, el gobierno
de Richard Nixon convirtió el tema de la droga en un asunto de política
criminal y no de salud pública, la suerte de nuestros países estaba echada.
Los cerebros más perspicaces de
EE. UU. no podían haber olvidado que la principal ocasión en que un tema de
salud pública se convirtió en asunto de policía, la gran nación norteamericana
estuvo a punto de naufragar en el crimen. Prohibido el comercio legal de
alcohol en enero de 1920, hordas de gangsters amasaron fortunas gigantescas, se
tomaron con armas las calles de Chicago y de Nueva York, compraron a la
Policía, corrompieron a la justicia, e hicieron vacilar la estabilidad del país
más poderoso del mundo. El número de presos en las cárceles pasó de 4 mil a 27
mil en 12 años, el Gobierno gastaba fortunas en perseguir un crimen que crecía,
y el consumo mismo de alcohol aumentó en forma considerable.
En cuanto la violencia evidenció
el poder desintegrador de la prohibición, Roosevelt se apresuró a derogar la
ley prohibicionista, y el Estado recuperó su control sobre la sociedad.
¿Es inocuo el alcohol? No: el
alcohol es una droga peligrosa. También entonces se alegó, contra la
despenalización, que volverlo legal exponía a todo el mundo al alcoholismo.
Pero se requiere mucho más que botellas de whisky y de aguardiente en las
góndolas de los supermercados para que nos convirtamos en alcohólicos. Y
mantener ese negocio lejos del poder corruptor de las mafias les ha permitido a
las sociedades vivir sin sucumbir a la violencia, tratándolo como un asunto de
salud pública.
Colombia es quizás el único país
de América Latina que a comienzos del siglo XXI no ha realizado las reformas
liberales que ha debido hacer desde el siglo XIX. No instauró los supuestos
democráticos que su himno nacional promete desde entonces: “Si el sol alumbra a
todos, justicia es libertad”. Eso, y la frustración del proceso popular
gaitanista, prolongada por la violencia de los años 50 y por el pacto
antipopular del Frente Nacional, fueron las causas visibles de esta guerra de
50 años. Pero lo que permitió que esa guerra se prolongara, que sólo en
Colombia las guerrillas comunistas siguieran siendo un factor desestabilizador
cuando ya no tenían horizonte de realización histórica, fue el narcotráfico.
A partir de los años 80, cuando
se les agotaba su fuego revolucionario, esas guerrillas se fortalecieron
protegiendo a los campesinos cultivadores de plantas prohibidas, y se dio una
alianza inesperada del espíritu de subsistencia de los campesinos sin proyecto
agrario con el espíritu emprendedor de las clases medias transgresoras, bajo la
mediación de ejércitos ilegales que se beneficiaban del negocio floreciente
para persistir en la guerra sin futuro.
Son las ironías de la época. Los
guerreros feroces de la lucha de clases cobrándole impuestos a la agricultura
de subsistencia, bajo el negocio global de la prohibición alimentado por el
hastío de las sociedades opulentas. Cuatro caras del nihilismo contemporáneo,
que con las sobras del confort industrial financia la avidez de riqueza de las
sociedades postergadas y paga la supervivencia de los pobres con la sangre de
los excluidos.
¿Está Obama de verdad interesado
en la paz de Colombia? Si así fuera, podría dejar un legado aún más audaz que
la reconciliación con Cuba, más estratégico que el pacto con Irán, tan
visionario como el control de las emisiones de gases de efecto invernadero.
Podría prevenir el desmoronamiento de la precaria institucionalidad que hoy
resiste en América Latina, garantizando un vecindario más estable para sus
ciudadanos, y deteniendo la presión violenta de un mundo acorralado contra la
frontera norte de México, la frontera más convulsiva del planeta.
Y para ello no tiene que legalizar,
cosa que no está en las manos de ningún presidente, sino abrir el debate al más
alto nivel sobre las conveniencias de la despenalización de la droga para poner
fin al poder corruptor de las mafias. El debate sensibilizará a la población
mundial y abrirá el espacio a la voz de los sabios.
¿Está el papa Francisco
interesado en la paz de Colombia, de México, de Brasil, de Argentina? Podría
hacer un llamado a la reflexión sobre maneras más humanas de manejar el asunto
de las drogas, donde imperen la comprensión y la lucidez sobre la intolerancia
y la guerra. Un llamado a diferenciar la moralidad del moralismo.
No hay guerrillas en Sinaloa, ni
en las favelas de Río, ni en las rancherías de Caracas. Ya no hay guerrillas en
El Salvador. El fin de las guerrillas colombianas es urgente, pero no nos
librará del destino del continente. El debate sobre la legalización de la droga
debe formar parte de todos los diálogos de paz.
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