¿Puede asimilarse el fracaso de una nación tan sólo con la mentalidad de sus dirigentes? ¿No estará ligado el problema a una objeción mayor ya no dispuesta desde el sentido de una clase sino desde el cataclismo de un pueblo? Cuando las instancias políticas flaquean, el afán redentorista irrumpe con precipitación; de ahí la gama de salvadores fracasados y greyes desahuciadas cuyas constantes quejas no terminan. La historia colombiana nutre los anaqueles con afanes y promesas caudillistas que no parecen tener fin. Recordemos, sin embargo, cómo esta condición requiere de un movimiento ascendente y descendente en el cual el pastor y el rebaño pactan el resultado: los fines siempre se postergan. La realidad de nuestro país no puede ser mejor porque sencillamente refleja lo que somos. Zoológico educado durante muchos años con una constitución reaccionaria, parroquianamente decidimos también cambiar y, de un momento a otro, otorgándosenos demasiada luz con la última carta, congreso de identidades e intereses múltiples, quedamos enceguecidos con tanto júbilo, el país fue ya de todos, para todos, y con rapidez insaciable, cada quien se lo ha hecho propio, literalmente. Hay que desligarse de la explicación hipócrita según la cual es el hambre la generadora de corrupción. Nuestros vicios son congénitos; nuestras excusas, habituales rótulos sociales.
La insaciabilidad para la apropiación de lo público y lo ajeno tiene un origen más oscuro que la ingenua explicación a la cual apela la mala conciencia cuando ésta identifica el raponazo, cualquiera sea su índole, con necesidades inalienables. Nunca deja de estar más viciado el juicio que cuando se involucra el sentido del hombre bueno por naturaleza, al cual invoca la decrepitud anímica y burda del optimismo contemporáneo. De esta manera, toda exigencia de propiedad política está condicionada por el ideal de acceder a condiciones de vida reguladas por la igualdad, y de acuerdo a esta pretensión, el hombre sólo podrá tener un comportamiento políticamente correcto cuando sus circunstancias sociales lo sean.
Pero el camino que hay desde esta perspectiva hasta la imposibilidad de encontrar una liberación que dispense a una nación de sus flagelos es bastante corto. Así, la democracia anhelada como un valor libertario se difumina en la atención a los pobres de espíritu. Ya se sabe por qué en este país el cristianismo ha logrado plagar los ánimos, o bien, los desánimos. Cuando los españoles desembarcaron en estas tierras, legaron a cambio de los pesados galeones, una religión que ha aliviado el peso de las cargas. Hoy todavía el catolicismo y sus hijas descarriadas, las insoportables sectas cristianas, bendicen nuestra miseria espiritual; para ser bienaventurados hay que ser pobres de espíritu y anhelar el reino de los cielos. Pero, por otra parte, las derivaciones de este anhelo metafísico plagan los escenarios políticos con el afán de redención en la inmanencia. Así surgen las greyes socialistas y su propósito inalienable en la comodidad burguesa.
Sería en todo caso una torpeza achacar el origen y desarrollo de nuestros males sólo a las insuficiencias fisiológicas y espirituales de una religión. El desenvolvimiento de una ralea como la que pobló estas tierras tiene que tener raíces más oscuras, díganlo si no los liderazgos absorbidos por una confluencia de patanes y mequetrefes que, por casualidades que hoy deberíamos deplorar, instigaron la consolidación de una camada de lechuguinos que desde niños reconocimos como próceres. De entre ellos, el único aristócrata, Nariño, podría ser una de esas experiencias fallidas a que están sometidos los pueblos que difícilmente reconocen una auténtica jerarquía. Los líderes de ayer y de hoy, bufones que el pueblo aclama; los mártires, ángeles caídos. La consolidación política de esta ciudadanía, ese bestiario cedulado, no conoce más alcance que la solicitud. En cuanto se exigen deberes, los derechos los aplastan, y el cúmulo de afianzamientos a que se ha acostumbrado la mentalidad popular ha sido la de increpar a una oligarquía estrafalaria cuya única diferencia con el pueblo que oprime es la de tener unos cuantos pesos más. El deber es una noción extraña en esta república de duras cervices y manifiestos estrambóticos, toda pequeña conquista se celebra con la resonancia de una voz estentórea convertida en bien de la cultura. Por eso, la extravagancia ha calado tan hondo en la mentalidad del colombiano promedio, porque efectivamente se reconoce en dicha porqueriza, se regodea en la mentalidad desde la que toda la barbarie se sacraliza. Se torna cultura, se torna bien público, se hace colombianidad.
No existe en todo caso un sentido menos preciso de lo que signifique tal cosa. Así como es un lánguido grito de desespero el estertor consignado en la voz latinoamericano (lo es toda apelación a un nacionalismo, a una pertenencia identitaria) la colombianidad es ese llamado e ímpetu cretino del funcionario que vocifera desde su deber burocrático y del habitante de un reino de privaciones orgulloso de su oprobio. Ser colombiano: acto de fe-aldad, nuestro santo patrón debió ser Tersites.
Lastimosamente, a dondequiera que se vaya, se encuentra esa insuficiencia cuyo hedor se convierte en la atmósfera de plena satisfacción que caracteriza el filisteísmo. Porque la nuestra es una cultura de filisteos, desaprensivos, impetuosos sólo para la rapiña y la vulgaridad y, por supuesto, para el nacionalismo sustentado en los intereses de toda cultura decrépita, amparados en el fetiche, el ícono y la exaltación de héroes de cartón. Si hay un sentido patriótico, no debería ser otro sino la costumbre de respirar sin queja en medio de este estercolero.
Por doquier se respira aquí suficiencia moral, ¡esa extrema celeridad con que se condena al prójimo por las faltas que todos cometemos! El rasgo característico de este espíritu es el disfraz, la hipocresía que aflora en los desparpajos morales que rigen esta nación. Si hay una esperanza veraz de cambio en esta cuna de miserias es que pueda desaparecer de sus matices la génesis de delirio que subyace en toda expresión popular, en toda arenga política, en todo manifiesto colectivo cuya sola presentación rivalizaría con los propósitos del diablo.
Esta tierra bendita por la naturaleza e injuriada por sus habitantes, plagada de una raza sobre la que debería realizarse un estudio cacográfico, nada tiene que declarar. Ella simplemente se revela incólume ante la enfermedad que la habita y, por el momento, no deja de ser sólo una tierra mancillada por la desgracia que la aflige. Con unas pocas excepciones, Colombia no deja de ser sólo geografía. Ríos y montañas, fauna y flora, y los delirios de un pueblo que no merecen nada salvo el olvido.
Y la sangre. ¿Acaso no importa? ¿No ha sido el abono de estas tierras, la expresión extrema del dolor, la definición de nuestra miseria? ¿Olvidamos aquí acaso que las penurias son el lábaro que con única plenitud lograría poner en evidencia el signo que nos representa? Las grietas del espíritu, así debería llamarse cualquier representación que intente consignar suficientemente la espera. Porque ser colombiano es una espera, la postergación de un fin nunca acaecido. Han esperado las manos que aran sobre tierras inciertas, las que dibujan siluetas bravías en un atardecer del campo, las que arrojan atarrayas como bendiciones, las que dignifican su labor con la firmeza de una convicción que no hiere, que no ataca, que no mancilla. Las que expresan con su simpleza la lumbre de una honradez noble que ninguna voz intelectual podría entender jamás. La mano con la pluma no vale la mano con el arado. Las ideologías y los intelectuales: unciones para fanáticos, apoteosis para sectarios, catecismos para los monaguillos de la iglesias laicas. ¿Intelectuales? Ah, esa camada de irrestrictos defensores de la habladuría. ¿Qué es la mala conciencia? Ahí, explícita en la petulancia irreprimida de los hombres de letras, abiertos, desinteresados, confiables... La holgazanería crítica constitutiva de estos espíritus libres expuestos al mejor postor -sujetos al más llamativo de los credos- expone cómo los rebaños religiosos palidecen ante el dogmatismo pagano de un promotor del laicismo. La religiosidad, siempre presente en quien no distingue matices. El librepensamiento con programa ideológico.
Por ellos, por quienes nunca pudieron extraerse de los catecismos, por quienes se reconocen en una verdad de cualquier índole, entusiásticamente deberíamos entonar un adolorido requiem. Pero ese día no va a llegar, hasta en el ateísmo que ahora crece, ingenuo, lleno de privaciones, alimentado con insuficiencia de devoto, es palpable esos signos de intolerancia y pobreza de espíritu que caracteriza la decrepitud de quien pertenece a cualquier capilla. Ese fanatismo es la respuesta, la explicación a la ignominia más abominable de este valle de lágrimas, el hecho de no haber nunca podido reconocer que el color de la sangre es el mismo en todos, con ese pudor selectivo que sacraliza o condena la muerte según sea el caso. La violencia, ¿queremos entenderla? Podríamos empezar por sus apologías: la violencia nunca se ha explicado, se ha justificado, de nuevo, según sea el caso.
En medio de decepciones crece también la expresión de la única nobleza que se deja revelar como un acaecimiento excepcional: la indulgencia ideológica. Existe sí, entre tanta lóbrega irrupción de hombres de bien de toda facción, manifiestos ajenos a esa repugnante esclerosis del espíritu que se arraiga en la pertenencia, identidad y participación sectaria. El extremismo de estas hordas no tiene límite. Aquí se respiran esas miasmas extremistas desde la fundación de esta república. Son formas anquilosadas de la atmósfera que solo oxigena el afán de aniquilar al otro. ¿Un criterio para reconocer esa enfermedad? Niega o afirma, rechaza o acoge, invoca en nombre de un dios, de un líder, de una idea. Ser moderado es su imposibilidad.
¿Mientras tanto? Confiar en el diablo, tener la esperanza de que sus juegos serán aprehendidos por quienes sospechan ya de tanta verdad, legitimar la caducidad de toda creencia, empadronarse en las exigencias del vacío...
¡Ah!, pero estos no son más que los desvaríos de un colombiano que no entendió nunca las particularidades de su nacionalidad.
La sociedad Colombiana se exige muy poco, dia a dia aplaudimos proesas insignificantes de nuestros lideres, justificamos la violencia y la mediocridad con el mismo tipo de vida que llevamos en el país. Somos una sociedad extremista y radical, donde no existen puntos medios y todo es tipificado por aquellas personas que se autodenominan "gente de bien", somos tan selectivos para señalar y tan indulgentes para evaluar nuestras creencias que terminamos creando una moral que discrimina y solo acepta una ideologia retrograda, corrupta y conservacionista.
ResponderEliminarA decir verdad lo que está pasando es que nos acostumbramos tanto al conformismo, al peor es nada, al ver y dejar pasa mil cosas, que aquí seguimos año tras año , periodos tras periodos eligiendo por elegir sin darnos cuenta que nosotros mismos somos los culpables de que nuestros dirigentes y mandatarios hagan a su antojo las leyes, modifiquen y deroguen al azar sin tener en cuenta nuestras necesidades o la cruel realidad que nos embarga en estos momentos. Queriendo disfrazar una paz con la corrupción, justificando una y otra vez la violencia, las injusticias, y lo que es peor aún la falta de educación.
ResponderEliminar"Quien no conoce su historia está condenado a repetrila" NB.
ResponderEliminarEl pueblo colombiano tiene en su mayoría memoria selectiva o el conformismo de lado. Justificando año tras año el elegir mal a los dirigentes y creer que es un asunto externo y que no compete o que simplemente no trae consigo consecuencias negativas. Hace falta que se tome consciencia con relación a un tema tan importante, despertando el pensamiento de que en nuestras manos está analizar y escoger, que esos "doctores" "políticos" o cualquier sinónimo utilizado para hacer referencia a ellos, no existieran sin los votos de cada uno. Es irónico no cambiar nuestras acciones para quejarnos del mismo resultado.
Nuestra sociedad colombiana se a dado cuenta de la problemática que cada día vivimos pero es más nuestro folclor por cosas insignificantes que olvidamos verdaderamente lo que en verdad le da un espíritu y desarrollo a un país
ResponderEliminarUna gran parte de Colombianos piensan que la culpa de la pobreza es la corrupción, que el gobierno siempre tiene la culpa de su mala administración económica. Y no ven que los problemas realmente erradica en su manera de pensar y actuar, un claro ejemplo es aquellos que trabajan por la paga y solo piensan en que pase rápido la semana para ir a gastar lo poco que ganan en una rumba o tomando licor, la culpa no hay que buscarla tampoco en un líder político sino en un cambio de mentalidad, bajo cualquier mandato siempre existirá la pobreza, no importa quien sea presidente, pues este es un problema de pensamiento muy fuerte y bastante arraigado en nuestro país, con el hecho de que el más "vivo" es aquel que hace lo malo y el "bobo" es aquel que hace lo correcto, y es cosa de aplaudir cuando es en beneficio de uno, incluso, los padres les enseñan a sus hijos a ser así, ya que la malicia indígena que de nada nos sirvió contra los españoles, es algo socialmente aceptado por todos siempre y cuando no sea en contra suya, de ahí la doble moral.
ResponderEliminarJesus Castillo
EliminarLos colombianos hemos sido muy conformistas, diariamente nos damos cuenta de los problemas y situaciones que suceden en el país, pero la verdad es que nos hacemos "los de la vista gorda", y aunque duela aceptarlo el país esta cómo está, por nosotros mismos nos hemos encargado de dañarlo, es más actualmente puedes notar que mucha gente cuando habla de los gobernantes, tienen el crudo pensamiento de decir "mejor malo conocido que bueno por conocer".
ResponderEliminarlos colombianos somos un pueblo mas que conformista, una nación que carece en gran medida de unos soberanos con el fervor de el nacionalismos que nos identifique como sociedad. cuando se hablas de los gobernantes y la relación que tienen con la corrupción en Colombia puedo afirmar que es una pequeña es pina que dejado el tiempo, sin do Colombia un país donde los gobernantes hacen lo que desean en el país. por que el estatus de poder que tenían en el principio donde tenia un pueblo ingenuo, junto con la iglesia nos colocaron educación especifica hacer de pendiente al estado solo para seguir sometiendo al pueblo con su caprichos. como sebe los dirigentes no van cambiar mientras la sociedad en pensado por la educación y la forma de ver el mundo
ResponderEliminarHaré un comentario algo inusual, no sabia que comentar con respecto al texto, un excelente artículo pero quede atrofiada con tanta creatividad,bueno lo que quiero decir es que de camino a mi casa iba un par de personas una señora y un señor hablando de como eligen, el hombre como dice el articulo un mequetrefe lambe perros de los políticos, lo he visto un par de veces acompañando a los corruptos de mi pueblo y la mujer expreso mientras hablaba "yo voto por el que designe por el partido de su iglesia"y ahí reflexione dije todo lo que escribió Abad es cierto son unas bestias, mequetrefes, esta Colombia hipócrita como quiere cambiar,tenemos que dejar de ser tan estupidos y tragar entero,ser criticos de nuestra sociedad y no ser ovejas en un redil.
ResponderEliminarLos individuos pertenecientes al territorio colombiano estamos consumidos por el conformismo y la mediocridad que nos ata; acostumbrados a no salir de nuestra zona de confort por miedo a experimentar algo nuevo, y por no aprender a decir "no" a eso que nos trae a la miseria.
ResponderEliminarEl desarrollo de nuestros males va de la mano con las circunstancias que nos rodean, las cuales van trascendiendo desde tiempos inmemorables por la falta de un buen conocimiento.
Vivimos en un país violento y en abandonado, donde la desigualdad y la intolerancia se multiplican día tras día. Me pregunto cuál es el hecho generador, si el abandono de nuestra distinguida clase política que da la cara a la luz a cada cuatro años cuando necesita del pueblo o la violencia y el poco deseo de cambiar de una sociedad corrompida.
ResponderEliminarColombia es como ese niño chiquito al cual le pegan y le pegan por hacer las cosas mal, pero no hace nada por cambiar para que no le sigan pegando.
ResponderEliminarSomos un país conformista, nos conformamos con las pequeñas sobras que nos dan y nos quedamos viendo como abusan de nosotros, nos roban y nos quitan lo poquito que tenemos y no hacemos nada nunca, hay que despertar, debemos cambiar nuestra mentalidad al momento de escoger nuestros gobernantes, dejar de decir "el roba pero por lo menos esta haciendo algo", su obligación como gobernante es HACER, no ROBAR... pero bueno, es difícil cambiar la mentalidad de quienes no tienen ningún interés por mejorar.