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Tres notas acerca del amor -Carolina Sanín

1.
No soy una buena lectora de historia. No recuerdo fechas ni otras precisiones del pasado en el que no había nacido. No se me pegan a la mente. Casi que ni siquiera las leo mientras las leo. Durante los once años que llevo impartiendo clases, cada semestre, antes de hablar de una obra, aunque lo haya consultado veinte veces en semestres anteriores, tengo que volver a informarme sobre la época en la que la obra se creó, por si los estudiantes me preguntan detalles cronológicos. ¿En qué año se escribió lo que he dado a leer? ¿Fue antes o después de qué guerra? ¿Quién era rey? Tengo una incapacidad para la sucesión de los tiempos. Es parecida a la imposibilidad de recordar encarnaciones anteriores, para quien cree en la metempsicosis. Pero es también parecida a la empresa de recordar o imaginar encarnaciones anteriores. No creo en la importancia del “contexto histórico” para el análisis de obras literarias. Promuevo la lectura fuera de contexto: en el texto. Les digo a los estudiantes que en el texto está el contexto. Que el contexto son el texto, la totalidad de la lengua y el lector. Que la vida de uno es el contexto de lo que uno lee, y que, además, eso es reversible. Enseño literatura, no historia de la literatura, pues me mueve el interés, al leer con mis alumnos un texto, de que ellos comprendan que fueron ellos mismos quienes compusieron el texto: que no ha pasado mucho tiempo desde Homero hasta nosotros —no se han sucedido vidas, sino una misma vida—; que somos un ser humano, una humanidad. Cuando leemos la Odisea, recordamos que somos Circe, Telémaco y las palabras “ponto”, “cicatriz”, “isla” y “sangre”, y entendemos, también, que todos esos nombres son ajenos a nuestra particularidad desde siempre (también lo fueron en ese momento, hace siglos, en el que decidimos ponerlos en un verso); que son lo otro.
Creo que si tratamos de entender un poema, entrevemos cómo fuimos al escribirlo. Cuando lo leemos con atención (cuando lo contemplamos, lo analizamos, lo partimos y lo juntamos, y nos demoramos en sus espacios), el poema —o cualquier obra de arte— nos dignifica, pues nos enseña qué es ser humano y qué es lo que un ser humano alcanza —y no alcanza—. En suma, creo que leer y amar son una sola cosa, una sola cancelación del tiempo. Leer hace que nos amemos a nosotros mismos. Y ese amor propio, para mí, es el humanismo. Podría decirse que mi enfoque anacronista procede de un cierto desdén por la historia, pero también podría decirse lo contrario: que considera a todas las artes como historia (o novela, que es lo mismo); como relato de la vida.
2.
El amor no es un sentimiento. El amor es la verdad y la belleza, y es la atracción por la verdad y la belleza. Y el amor es la Ley: la ley única, básica, que une todas las cosas y que pone y mantiene a cada una en su lugar. La ley de la gravedad. Tratar de ser fiel al amor es tratar de ser fiel a la justicia. Los sentimientos son otra cosa; son volubles, individuales, circunstanciales, mentales. Podemos tener malos sentimientos y cometer aparentemente solo errores, pero eso no altera el amor. El amor es lo firme, lo fijo y confiable. Esencialmente no se da amor, no se pide ni se recibe amor. Se acata el amor, pues no hay ninguna otra opción. No hay desobediencia en el amor, y el amor es desobediencia a lo que no corresponde. La revolución alrededor del astro mayor es la libertad. El amor, la libertad y la necesidad son una misma cosa. Y un individuo o una sociedad cuya ética depende de los sentimientos no es un individuo o una sociedad que busca el amor, o que busca la verdad, sino un acólito de las supersticiones.
3.
En una calle cerca de aquí, entre esta casa y el lugar donde se edita esta revista, han demolido un edificio para construir otro. Ahora hay allí un lote plano detrás de una pared larga, y en el lote, una grúa altísima. La grúa es soberbia, no como si fuera un aparato para la construcción de la torre de Babel, sino como si fuera la torre misma; misma y móvil. La descubrí el otro día, y me quedé mirándola y tomándole fotos: la pared, la grúa y el cielo en el que la grúa entraba eran de un mismo azul, que en mis fotos no salió, encandilado por el sol. Me llené de mundos —me llené de mí, de otro, se me llenó de corazón el pecho— al saber que alguien había pintado esa grúa. Barra a barra (iba a decir “peldaño a peldaño”, pues la grúa, además de parecer Babel, parecía una escalera para subir a una Babel invisible, o quizás inexistente), alguien había esparcido el exacto azul parejamente, minuciosamente, allí donde era innecesario. Pensé en él, o en ellos, los hombres de mi tiempo que habían hecho que en mi calle apareciera la obra desconcertante. Las horas de trabajo estaban todas presentes en el instante sin hora en el que yo vi la grúa azul. La pintura en la máquina hacía que esta fuera diminuta, un juguete en nuestra mano y un juguete en las manos pequeñas de los niños, y también la hacía inmedible, gigantesca, parecida al universo. El deseo amoroso, el capricho con el que un hombre determinó que su grúa fuera de un azul concertante —como el muro que acotaba su territorio, como el cielo— había hecho que la escena existiera y que yo, en ese instante, también existiera en lugar de escurrirme olvidadiza. El empeño que había azulado la máquina, que la había hecho realidad, era nimio y hacía que ella fuera inútil y misteriosa. El amor no era solo la necesidad, la ley, la libertad y la justicia, sino también la incognoscible, delicada, mimosa insignificancia. La superficie, la capa. El color.

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