Un juez en España condenó hace poco a una persona a rectificar su estado de WhatsApp por haber vulnerado el honor de uno de sus exsocios. Molesto porque el negocio entre ambos salió mal, escribió en su perfil de chat: “No te fíes de Javier Gutiérrez”. Según la sentencia, con ese mensaje –disponible en un lugar de “acceso público”– se afectó la reputación de una persona. Por ello, lo obligó a remediar el daño con un nuevo estatus en WhatsApp: “Mediante sentencia de fecha 30-12-2015, J. M. fue condenado por intromisión ilegítima en el honor de Javier Gutiérrez”.
Esta noticia retrata los cambios en la sociedad causados por las nuevas tecnologías. Decisiones como esa nos muestran que las redes sociales van camino de convertirse en un sucedáneo de la vida, donde el encuentro físico es sustituido por una presencia virtual. Como bien lo señala la autora del artículo de El País que trae la noticia, lo que está en el trasfondo de la decisión es que el estatus en WhatsApp puede equipararse a un cartel injurioso que se cuelga en el balcón de una casa.
Nadie niega las bondades de la tecnología: ha facilitado el intercambio de información y ha logrado superar las barreras geográficas que antaño limitaban las relaciones sociales a escala global. Pero, no obstante los beneficios que trae consigo la interconectividad, esta también ha planteado grandes desafíos para el derecho. En materia penal, por ejemplo, ha propiciado nuevas formas delictivas, y puso al alcance de la delincuencia tradicional nuevos instrumentos para la comisión de sus delitos.
La sociedad de la información apareja varios riesgos. Algunos pueden sonar exóticos, como los ataques cibernéticos o los mercados ilegales en la web profunda. Pero también ha traído otros problemas más cercanos a la gente. Muchas mujeres, por ejemplo, se ven acosadas en los entornos digitales: el piropo morboso y el chiflido al pasar han adoptado ahora un ropaje digital. También son frecuentes las amenazas, la violación de la intimidad o discriminación en las redes sociales.
Pero no solo el honor, la intimidad y la libertad sexual están en riesgo en las redes sociales. También hay casos en los que las redes sociales son utilizadas para llevar a cabo actos de terrorismo. Hace poco se vio cómo la delincuencia organizada empleó las plataformas digitales para infundir pánico entre la población, consiguiendo que los ciudadanos hicieran eco de los panfletos y mensajes intimidantes –como era su objetivo–.
Las redes sociales han democratizado la libertad de expresión y han insertado el ejercicio de ese derecho en la vida cotidiana de muchas personas. Twitter o Facebook son vehículos digitales a través de los cuales cualquier ciudadano puede manifestar sus opiniones frente a hechos públicos. Esto ha llevado a que las autoridades nacionales e internacionales extiendan a las redes sociales las garantías que cobijan la libertad de expresión en los medios tradicionales.
Esa ampliación de protección es acertada, pero no hay que olvidar que ninguna libertad es absoluta, y la expresión no es la excepción. Los mensajes y opiniones manifestados en internet que afecten desproporcionadamente intereses constitucionales pueden limitarse, e incluso sancionarse, tal como lo muestra la decisión del juez español comentada.
Es un hecho que la tecnología avanza a pasos agigantados y amenaza con dejar rezagadas a las autoridades. Sin embargo, la justicia tiene la enorme responsabilidad de adaptarse y evitar que internet se convierta en una cloaca desbordada en la que permanentemente se instigan y ejecutan impunemente actos delictivos, con la libertad de expresión y el anonimato como patente de corso. La Fiscalía tiene ese reto.
Jorge Fernando Perdomo
* Fiscal General (e) de la Nación
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