¿DEBEN NUESTROS JUECES SER FILÓSOFOS?
RONALD
DWORKIN
Traducción:
Leonardo García Jaramillo
Ronald
Dworkin.
Profesor de los departamentos de Derecho y de Filosofía, Universidad de New
York, donde enseña desde 1975. Recibió dos títulos en filosofía [bachelor degrees] por las universidades
de Harvard y Oxford, seguidos de un LL.B. del Departamento de Derecho de
Harvard. Luego fue dependiente del juez Learned Hand, estuvo asociado a la
firma de abogados Sullivan & Cromwell, y enseñó en el Departamento de
Derecho de la Universidad de Yale entre 1962 y 1969. De 1969 a 1998 fue
profesor de filosofía del derecho [Jurisprudence]
en Oxford y desde 1998 ha sido Quain
Professor of Jurisprudence del University College, de Londres. Autor de
ocho libros, incluyendo Taking Rights
Seriously (1977), Law’s Empire
(1986), el cual recibió la prestigiosa Coif
Award de la American Bar Association, y Freedom’s
Law (1996). Su libro más reciente es Sovereign
Virtue: The Theory y Practice of Equality, publicado en 2000 por la Harvard
University Press. También contribuye frecuentemente con publicaciones
especializadas y no especializadas, especialmente en The New York Review of Books.
I. El dilema
El título dado a este artículo
sugiere un dilema. En su labor cotidiana los jueces toman decisiones sobre
muchos asuntos que son también, por lo menos en apariencia, objeto de una
importante literatura filosófica. Por ejemplo, los jueces toman decisiones
sobre personas mentalmente enfermas acusadas de un delito, las cuales, sin
embargo, resultan responsables de sus actos, y sobre si
una acción particular del demandado causó realmente la lesión al demandante –y
los conceptos de responsabilidad y de nexo causal [causation] son temas perennes del estudio filosófico–. Los
asuntos filosóficos son particularmente relevantes en el Derecho Constitucional
y son inevitables en las decisiones recientes más dramáticas de la Suprema
Corte sobre el aborto, la acción afirmativa, el suicidio asistido y la libertad
de expresión.
* ¿Un feto es una
persona con derechos e intereses propios? Y de ser así, ¿estos derechos
incluyen un derecho a no ser asesinado, incluso si la continuación del embarazo
resulta seriamente perjudicial o dañina para su madre? Y en caso contrario
¿existe algún otro fundamento para que el Estado prohíba o regule el aborto?
* ¿ Es una violación
de los asuntos concernientes a la igualdad que una nación debe respetar a sus
ciudadanos cuando permite
que las instituciones y los organismos del Estado
tengan en cuenta la raza en la aceptación de los aspirantes a las universidades
y a las escuelas profesionales? ¿Es esto distinto del hecho de tratar de forma
diferente a los aspirantes dependiendo de su puntaje en las pruebas de aptitud
o de su habilidad para el baloncesto?
* ¿Debemos asignar
siempre recursos escasos sobre la base del mérito? ¿Qué significa “mérito”?
* ¿Los gobiernos
respetables violan principios fundamentales al negar a los ciudadanos
agonizantes el derecho a morir cuándo y cómo ellos desean? ¿Que los ciudadanos
tengan derecho de independencia moral en las decisiones personales, significa que la manera como deben morir es su decisión
personal? ¿Tal derecho es parte del concepto mismo de libertad ordenada [ordered liberty], el cual ha dicho la
Suprema Corte que es la función que debe proteger la cláusula del debido
proceso?
* ¿Cuál es la conexión entre el
aborto y el suicidio asistido? ¿Si la Constitución concede a las mujeres
embarazadas el derecho al aborto, como la Suprema
Corte ha dictaminado, se sigue que también concede a los pacientes
moribundos el derecho a decidir cómo y cuándo morir? ¿Cuál es el papel, en la
controversia por el suicidio asistido, de la distinción frecuentemente citada
entre “matar” y “dejar morir”? ¿Hay una distinción moralmente relevante entre
el acto negativo de mantener el soporte artificial de la vida y el acto
positivo de prescribir píldoras letales?
* ¿Por qué se
requiere del gobierno la protección especial al derecho de libertad de
expresión? ¿Tal derecho incluye el derecho de los ciudadanos intolerantes a referirse a las minorías en términos insultantes y
ofensivos? ¿Incluye el derecho de los candidatos a puestos políticos a gastar
todo el dinero que puedan recaudar en sus campañas, o el derecho de los
donantes a contribuir a esas campañas con todo el dinero que deseen?
Éstas no son
esencialmente preguntas de tipo empírico que puedan resolverse por la ciencia,
la economía, la sociología o la historia. Indudablemente los hechos y las
predicciones importan –algunas
veces decisivamente– cuando las confrontamos. Pero el
punto importante en cada una son cuestiones de valores, no de hechos, y ellos
no nos convocan sólo por el compromiso de resolver y aclarar principios, sino
para reflexionar sobre los puntos concretos y la correcta aplicación de estos
principios, además de las relaciones y posibles conflictos entre
ellos. Esa es la vocación de los filósofos morales y políticos. Los jueces
y los filósofos no comparten simplemente temas y asuntos entrecruzados [overlapping]*, como
los astrónomos y los astrólogos. Por el contrario, los objetivos y los
métodos de los jueces incluyen los de los filósofos: ambas profesiones apuntan
más exactamente a formular y entender mejor los conceptos claves en los cuales
se expresa nuestra moralidad política predominante y nuestra ley orgánica [basic law].
Por tanto, parecería natural
esperar que los jueces tengan alguna familiaridad con la literatura filosófica,
como esperamos que la tengan con la economía y, en el caso de los jueces
constitucionales, con la historia constitucional. No podrían, por supuesto,
simplemente remitirse a las respuestas a los problemas filosóficos que aparecen
en algunos manuales oficiales o revisar el estado del arte, porque los
filósofos discrepan radicalmente sobre las mejores teorías de la
responsabilidad, el nexo causal, lo que significa “persona” [personhood], la igualdad y la libertad
de expresión, y sobre si “dejar morir” es lo mismo que “matar”. Pero eso
difícilmente justifica que los jueces ignoren lo que han escrito los filósofos:
sería insultante tanto para los jueces como para los filósofos que los primeros
creyeran no beneficiarse del estudio de las teorías opuestas y diferentes de
los segundos, de igual manera como los filósofos se benefician leyendo los
escritos de los abogados que defienden tesis opuestas en una discusión. Lo que
hacen los jueces es de una gran importancia, no sólo para las partes en el
proceso sino también, particularmente en el derecho constitucional, para el
gobierno de la Nación. ¿Si los problemas que afrontan han sido debatidos entre
hombres y mujeres educadas que les dedicaron sus vidas a estos debates, cómo
pueden los jueces ignorar responsablemente lo que esos hombres y mujeres han escrito?
Esa es la primera
parte del dilema: ¿deben nuestros
jueces se filósofos? Ahora consideremos la segunda: ¿pueden ser filósofos? Parece muy poco realista pedirle a la
mayoría de los jueces que intenten obtener una formación de pregrado en
filosofía y así logren un mayor entendimiento de la exigente, milenaria y
enorme literatura filosófica. Además de carecer de tiempo, los jueces
considerarían absurdo que les endilgaran nuevas responsabilidades como las de
atender de golpe cursos en los cuales aprendan las tesis y los argumentos
principales de incluso los filósofos morales y políticos contemporáneos más
importantes, tales como Thomas Nagel, John Rawls, Thomas Scanlon o Bernard
Williams (sin contar a los grandes filósofos clásicos). Incluso si, por una
combinación excepcional de dedicación y estudio, la mayoría de jueces se
convirtieran conscientemente en filósofos, no quisiéramos que redactaran sus
fallos en el lenguaje propio de la filosofía profesional, ya que sus escritos deben ser más accesibles al público en general, no menos. ¿Realmente quisiéramos encontrar a nuestros
jueces divididos en partidos filosóficos, con Kant, por ejemplo, dominando el
Segundo Circuito, y Hobbes el Séptimo? ¿No sería una pesadilla si las
decisiones judiciales dependieran de qué filósofo atrapó la imaginación del
respectivo juez?
Los jueces tienen la
obligación de proceder filosóficamente, pero a la vez no pueden ser y quizás no
deben ser filósofos. Este es el dilema que pretendo plantear, y hay dos maneras
para intentar escapar de él. Podríamos argumentar que no es verdad, después de todo, que los
jueces deban ser filósofos, o podríamos argüir que, después de todo, tampoco es
verdad que no puedan ser filósofos: podríamos entonces llegar a pensar que
ellos serán suficientemente filósofos como para aliviar el aguijón del dilema [dilemma’s sting]. La primera de estas
rutas de escape es en gran medida la más popular y le dedicaré las siguientes
secciones. Sin embargo, si estoy en lo
correcto, se sigue que todas las estrategias en esta dirección de escape
fallarán y tendremos que considerar, después, qué tan exitosa será la segunda.
II. Los conceptos, la historia jurídica y la
intención original
Afirmo, justo ahora,
que a los jueces les preocupan los mismos conceptos que los filósofos han
estudiado. Pero esta afirmación podría ser objetada: si, a pesar de la
apariencia inicial, no es cierto, entonces que los jueces pueden, sin riesgo
alguno, ignorar la filosofía. La forma más dramática de la objeción dice
que las palabras que usan los abogados y los jueces –“responsabilidad”, “nexo
causal”, “igualdad”, “libertad” y demás– se refieren actualmente a conceptos
estrictamente jurídicos, muy diferentes de los conceptos del lenguaje ordinario
con los que los filósofos aplican estas palabras. Es verdad que los abogados
utilizan algunas veces justo las mismas palabras y de la misma manera que las
palabras que son utilizadas en el lenguaje ordinario, pero lo hacen con
significados muy diferentes: cuando un abogado dice
que un contrato no es obligante a menos que se den ciertas “consideraciones”,
esta palabra tiene muy poco que ver con la idea de consideración. Pero es
llamativamente dudoso que esto sea verdad respecto a los conceptos que
nombré. Los hombres de estado y los jueces que estipularon que nadie debe
ser castigado si no es responsable de sus actos, o que las personas deben ser
tratadas como iguales ante la ley, quisieron llevar los juicios morales corrientes a la práctica jurídica y por lo
tanto emplearon los conceptos en los cuales se expresan estos juicios y
principios. Si, por el contrario, supusiéramos que los legisladores [law-makers] estuvieron construyendo
conceptos jurídicos completamente diferentes y especiales, para los cuales
ellos usaron las mismas palabras “responsable” e “igual”, creeríamos que lo
hicieron de manera perversa o sin motivo.
Hay, sin embargo, una
forma más sofisticada y convincente del mismo reto. La práctica jurídica y
los precedentes configuran a menudo el significado de una palabra tomada del lenguaje
ordinario, de tal manera que la libertad que tiene el juez actual de
interpretar esas palabras de acuerdo con una teoría o esquema filosóficos,
podrá estar muy limitada. El derecho penal, el de propiedad, el de contratos y
el civil extracontractual [law of tort],
deben ser estructurados principalmente por reglas técnicas cuya aplicación
pueda ser anticipada con razonable confianza por los ciudadanos, los
propietarios de casas, los testadores, los hombres de negocios y las compañías
de seguros, y los precedentes, por tanto, tienen un alto valor en estos
asuntos. Si un precedente establece lo que cuenta como responsabilidad en el
Derecho Penal, o como nexo causal en el derecho civil extracontractual, y un
juez no es libre de modificar [overrule]
tal precedente, ¿por qué debe entonces averiguar si algún filósofo presenta
objeciones convincentes a lo que un precedente ha establecido?
Pero aunque el
precedente limita la responsabilidad de los jueces para una nueva comprensión
de los conceptos básicos, no lo exime, incluso en estas áreas del derecho
privado, de esa responsabilidad. Inevitablemente confrontará nuevos casos con
nuevos giros que lo obligarán a desarrollar los conceptos de manera no
anticipada por los precedentes, y cuando lo haga, necesariamente empleará su
propio criterio sobre cuándo la gente es de hecho responsable de lo que hace, o
cuándo un
acontecimiento determinado es realmente la causa de
otro, y demás. Es cierto que incluso en estos “casos difíciles” los jueces
tienen la responsabilidad de respetar la integridad con la historia jurídica
pasada: no deben apelar a los principios que no tienen fundamento en las
decisiones y las doctrinas anteriores. La integridad debiera prohibir lo que
llamaríamos outré (exagerado) o
filosofía paradójica: si la reflexión sobre mecánica cuántica condujera a
algunos filósofos a una nueva perspectiva radical de la causalidad –incluso más
escéptica, digamos, que la de Hume– los jueces no serían responsables de evaluar ese nuevo desarrollo, por lo menos hasta cuando
fuese aceptado por la comunidad en general. Pero de nuevo, aunque estas
exigencias de integridad limitan la libertad de los jueces, ellos no convierten
los conceptos jurídicos en algo diferente de los conceptos ordinarios que los
originaron; incluso si un juez enfoca su atención hacia las doctrinas de la
causalidad que no parecerían extrañas a la ley, tendrá que dejar de lado en el
camino mucha literatura filosófica.
Por otra parte, en
las áreas más públicas del derecho, de las cuales me estoy ocupando
principalmente aquí, la necesidad de los jueces de confrontar asuntos
filosóficos es más grande y evidente. Los jueces constitucionales toman
elecciones filosóficas no de manera ocasional cuando se presenta algún caso
particularmente difícil, sino como una cuestión de rutina. La referencia
de la Primera Enmienda a “la libertad de expresión” se refiere a la misma
libertad que los filósofos liberales han celebrado y explorado, y si un juez debe determinar si una forma particular de expresión –publicidad comercial, por ejemplo– cae dentro de esa libertad, afrontará las
mismas discusiones sobre principios que incontables filósofos políticos han
escrito en numerosos libros al respecto. Por
supuesto que incluso en el derecho constitucional, el precedente es un
determinante importante de una decisión judicial y limita la libertad del juez para
formar un concepto constitucional en su propia teoría
del concepto moral del cual deriva. Pero
los casos que requieren nuevos juicios son más frecuentes en el derecho constitucional.
En las decisiones judiciales que se toman en el derecho privado los casos
nuevos son difíciles, generalmente, debido a que ellos se encuentran en las
fronteras de lo que se está decidiendo. En la decisión judicial de asuntos
constitucionales, por otra parte, los casos son difíciles a menudo no porque se
encuentran en los bordes de la doctrina, sino porque cuestionan los fundamentos
subyacentes de la doctrina. La pregunta de si el derecho a la libertad de
expresión, apropiadamente entendido, protege el lenguaje cargado de odio,
ofensivo o insultante a minorías perseguidas, por ejemplo, o si una cierta
prohibición de tal expresión es necesaria en una sociedad genuinamente
democrática, requiere reflexionar sobre
algunos de los asuntos más profundos de la moralidad política. El precedente es
menos perceptible en tales casos, y los jueces
que piensan que el precedente es incorrecto, porque
limita indebidamente los derechos individuales
más importantes, tienen menos razón para respetarlo
que los jueces que piensan que algún
precedente establecido en el Derecho Consuetudinario [Common Law] estaba equivocado.
Debemos considerar, finamente, una tercera forma del argumento, que ha tenido
singular importancia en el derecho constitucional, según el cual los jueces y
los filósofos tienen diferentes objetivos. Esta forma comienza concediendo que
los principales conceptos constitucionales de la Primera y la Decimocuarta
Enmienda, por ejemplo, son de hecho los conceptos que los filósofos han
estudiado. Pero insiste que los jueces no deben tener el propósito de
encontrar la mejor teoría de la responsabilidad, de la libertad, o de lo que
significa persona, en virtud de lo cual sería concebible que apelarán a la
ayuda de los filósofos para que las encontraran, sino que más bien insiste que
los jueces deben tener el propósito de encontrar cuál era la mejor teoría de
quienes hicieron estas ideas parte del pensamiento jurídico, lo cual es una
cuestión de historia, no de filosofía.
Este modelo de buscar
la “intención original” en la decisión judicial en asuntos constitucionales, es menos popular
ahora entre eruditos del derecho constitucional de lo
que una vez fue, y sus objeciones son bien conocidas. Pero incluso si
aceptáramos el modelo, no ofrecería ningún escape del dilema que describí, porque haría el derecho
constitucional más entrelazado con
cuestiones filosóficas, no menos. Los jueces que aceptan el modelo deben
afrontar un conjunto de preguntas que están entre las cuestiones que los dejan
más perplejos en filosofía de la mente, filosofía del lenguaje y filosofía
política. Podemos significar cosas muy diferentes cuando nos referimos, como un
recurso interpretativo, a la teoría, la intención o la comprensión de un
extenso grupo de personas tales como los que hicieron conjuntamente la
Constitución y sus enmiendas. Pero algo que no podemos indicar
comprensiblemente es la teoría, la intención o la comprensión que todos ellos
compartieron: la mayoría de ellos presumiblemente no tenían en absoluto teoría
sobre la protección de la libertad de expresión, por ejemplo, y quienes la
tenían, presumiblemente discrepaban entre ellos.
¿Entre las
posibilidades interpretativas restantes, cuál debemos adoptar? Incluso si
fuéramos a elegir, arbitrariamente, un individuo particular cuyas opiniones
aceptaríamos como decisivas –digamos, el redactor [draftsman] que escribió la mayor parte de la cláusula en cuestión,
si alguno lo hizo– nuestras dificultades filosóficas apenas comenzarían. Supongamos que
descubrimos (lo cual parece bastante probable, dado el lenguaje que empleó) que el redactor principal de
la cláusula de igual protección contenida en la Enmienda Décimo cuarta,
pretendía que la gente debe ser igual ante la ley de acuerdo con la mejor comprensión de lo que eso
significa, y no de acuerdo con su propia comprensión
en ese entonces (la cual el podría haber considerado como incompleta) ¿Qué
respeto a esa intención original se requeriría en estas circunstancias? ¿Un
juez contemporáneo estaría comprometido con la intención original para
interpretar la cláusula de acuerdo con lo que el redactor actualmente intentaba
promulgar? Si es así, ¿qué no lo remitiría a la filosofía política que la
doctrina de la intención original prometía evitar? ¿No debemos preguntar, para decidir cuestiones como éstas, por qué los jueces deben mirar a la intención original? La
respuesta, podría decirse, descansa en la democracia o en el Estado de Derecho
[rule of law]. Pero debemos
elegir entre las concepciones rivales de esos ideales notablemente abstractos
para decidir qué respuestas pueden ofrecer a las preguntas que nos confunden –y
este ejercicio nos involucraría en cuestiones filosóficas aún más complejas–.
¿Qué, después de todo, es la democracia? ¿o el Estado
de Derecho?
III. Instinto e intuición
Así, la primera ruta
de escape –que,
después de todo, los jueces y los filósofos no comparten un tema y un objetivo común–
es una ilusión, al menos para los conceptos jurídicos más importantes,
incluyendo los propios conceptos constitucionales. Por lo tanto debemos
considerar otra forma más ambiciosa de negar la primera parte del dilema que he
construido.
Podríamos recomendar,
primero, que los jueces decidan cuestiones filosóficas guiados por su instinto
primario o por sus reacciones viscerales más bien que consultando a los
filósofos. En los casos de suicidio asistido a la Suprema Corte se le requirió
decidir si hay una diferencia moralmente relevante entre un doctor que retira
el soporte artificial de la vida de un paciente deseoso de morir –que la Corte,
en efecto, ha sostenido que los estados pueden permitir– y un doctor que ayuda
al suicidio de una forma más activa prescribiendo píldoras que le permitirían a
un paciente acabar con su vida por sí mismo, por ejemplo, o dándole a un
paciente que ruega por su propia muerte e incapaz de tomar píldoras, una
inyección letal. ¿Si un Estado puede no prohibir lo primero, tiene el derecho
de prohibir lo segundo? Ese es un aspecto de una antigua discusión filosófica
–¿cuándo y qué tan diferente es dejar morir a alguien, moralmente diferente de
matarlo?– y los magistrados de la Suprema Corte podrían haber consultado la
literatura filosófica e intentado explicar de qué lado de la discusión se
ubicaron y porqué. Por supuesto que muchos ciudadanos que tomaron el otro
lado de la discusión, bien podrían no haber sido convencidos por el argumento
de la Corte, pero ellos habrían sabido que los jueces de la Suprema Corte
tenían dudas sobre el caso desde su
propio punto de vista, y habrían intentado explicar porqué lo encontraron poco
persuasivo. De acuerdo con la sugerencia que estamos considerando ahora, sin embargo, no deben hacer esto. Deben
ignorar a los filósofos y exponer simplemente su reacción inmediata y no
estudiada sobre el tema en discusión.
El magistrado de la
Suprema Corte Byron White, dijo una vez que aunque no podría definir la
obscenidad, lo sabría en cuanto estuviera frente a ella. Nuestra nueva
sugerencia generaliza esa estrategia: los jueces no
deben intentar analizar conceptos o ideas filosóficas difíciles, sino que
solamente deben informar su reacción instintiva. Si un juez intuitivamente
siente que le es permitido a un doctor retirar el soporte artificial de la vida
cuando un paciente se lo exige, pero no prescribirle píldoras letales, no debe
preocuparse sobre si podría defender esa distinción mediante un argumento
razonado, sino que apenas debe afirmar que es así como lo siente, o como la
mayoría de gente siente, o como alguien del mismo grupo siente.
Esta sugerencia ha
tenido algunos distinguidos proponentes judiciales. Oliver Wendell Holmes dijo que juzgó si un procedimiento usado por la policía para obtener
evidencia violaba la cláusula del debido proceso, preguntando si tal
procedimiento lo hacía sentir nauseas. (Esa pudo haber sido la fuente del adagio
del así llamado “realista jurídico” de que la justicia depende de lo que el
juez desayunó). Pero este es uno de los aspectos más valiosos de la
decisión judicial –en efecto, creo que la legitimación de la decisión judicial
como instrumento de gobierno, depende de esto– que los jueces deciden con base
en razones y explican sus razones. ¿Qué (con excepción del deseo de
ahorrarse una tarea difícil) podría justificar
a los jueces al decidir casos crucialmente
importantes en una forma aparentemente arrogante o apática?
Puedo pensar en dos argumentos,
pero ambos, de nuevo, es más lo que suscitan que lo que impiden la formación de
barreras filosóficas, porque ambos dependen de posiciones filosóficas altamente
controversiales. Si éstas son las razones que nosotros acordamos para
explicar por qué los jueces no necesitan ser filósofos, entonces los jueces
tendrían que convertirse en filósofos para entenderlos. El primero de estos dos
argumentos se aplica particularmente a los conceptos que he tomado como mis ejemplos
más frecuentes: los conceptos morales que figuran en las decisiones
constitucionales. El argumento descansa sobre una tesis filosófica llamada
“intuicionismo”, la cual sostiene que las personas –o, en cualquier caso, las
personas correctas– tienen facultades naturales que les permiten intuir
directamente la verdad sobre cuestiones morales, sin apoyarse en cualquier
argumento o reflexión. (De acuerdo con algunas versiones del
intuicionismo, la reflexión y el argumento de hecho apaga o entorpece el sentido
de justicia). El intuicionismo no es actualmente aceptado por los
filósofos morales, al menos en la rama angloamericana de ese campo, pero por
supuesto que de ahí no se sigue que es equivocado. Bien podría ser revivido en
una década o un día y así convertirse en la preferencia filosófica del mes. Sin
embargo, esto enfrenta serias dificultades que parecen descalificarlo porque
serviría de justificación a los jueces que no quisieran dar razones. El
argumento depende de una supuesta capacidad humana intrínseca para la intuición
no reflexiva y no argumentada, sobre un modelo de percepción sensorial– pero es
un total misterio cómo los hechos morales podrían interactuar concebiblemente
con un sistema nervioso humano. Y suponer que los seres humanos como especie
tienen esta capacidad entra en
contradicción con la gran diversidad y los conflictos en las opiniones morales
entre ellos. Los intuicionistas insisten en que la perspectiva de algunas
personas está nublada. Pero creemos que no tenemos forma de decidir cuál
visión está nublada – cuáles capacidades son defectuosas para la intuición –,
excepto preguntando si están de acuerdo con nosotros sobre las cuestiones
morales, y esto también parece insatisfactorio.
El segundo argumento
a favor de instruir a los jueces a decidir con base en juicios instintivos,
inmediatos o irreflexivos, también aplica con una fuerza particular a los
conceptos morales. Este es el “escepticismo moral”, que declara que no hay
respuesta correcta a las así llamadas cuestiones filosóficas, como en qué
consiste la personalidad, la libertad, la igualdad o la democracia, y que los
jueces por lo tanto no deben derrochar tiempo investigando cada una. Puesto que
cualquier respuesta es sólo una elección, con nada más profundo que la
fundamente, los jueces desempeñan mejor su labor respondiendo
inmediatamente las preguntas que les
preocupan: ahorran tiempo y energía para otros asuntos. (Holmes, el autor de la
prueba de la nausea [puke test], fue
un apasionado y comprometido escéptico moral, y gran parte de su vida y de sus
escritos son explicables sólo cuando consideramos en toda su amplitud este
hecho). De nuevo, como dije, este argumento para ignorar la filosofía
depende de una controvertida posición filosófica. (Desde mi punto de vista,
es una posición indefendible y, de hecho en sus formas más populares ahora, es
también incoherente[1]). La mayoría de
los jueces no son como Holmes: no son escépticos morales, y el argumento de que
pueden ignorar la filosofía porque el esceptiscismo es correcto, no les
parecerá una mejor razón a ellos de lo que me parece a mí y, espero, que a
ustedes también.
IV. Pragmatismo
Hasta ahora hemos sondeados y
descartado dos vías de escape del dilema que describí, negando la primera parte
de tal dilema –que los jueces deben ser filósofos–. No podemos escapar diciendo
que la historia ha formado los conceptos jurídicos de la relación causal, de lo
que significa persona o de la igualdad de tal manera que ahora son conceptos
diferentes de aquellos estudiados por los filósofos. La historia de hecho
ha formado los conceptos jurídicos, pero siguen estando abiertos al desarrollo
y los jueces desarrollando los conceptos deben hacerse las mismas preguntas que
se hacen los filósofos. Tampoco debemos intentar escapar diciendo que los
jueces actúan de la mejor manera posible al contestar estas difíciles
preguntas, cuando responden de acuerdo con sus instintos inmediatos sin estudio
ni reflexión.
Sin embargo, hay una tercera estrategia posible que ha asegurado
recientemente una mayor más popularidad entre los abogados académicos. Muchos
de ellos proponen que los jueces evitan los problemas que han ocupado a los
filósofos durante siglos –tales como lo que realmente significan la
responsabilidad, la relación causal, la igualdad o la libertad de expresión, o
si dejar morir es realmente diferente de matar– acogiendo una tradición
filosófica diferente y aparentemente radical, llamada pragmatismo, la cual los
anima a preguntar, en cambio, si el uso de estos conceptos por parte del juez
hacen un diferencia en cuanto al futuro de la
comunidad y, de ser así, cuál consideración aseguraría un mejor futuro.
En lugar de permitir las cuestiones controvertidas, como si los estados pueden
prohibir el aborto, que suscitan rompecabezas filosóficos altamente abstractos
–por ejemplo, si un feto tiene por sí mismo derechos e intereses– debemos
enfocarnos en temas mucho más prácticos
y manejables que no requieran de la filosofía para responder: ¿Prohibiendo el
aborto se producirían mejores consecuencias para la comunidad en el largo
plazo?
Por supuesto que las
posturas filosóficas tienen su “cuartos de hora” de fama, y el pragmatismo y su
hermana incluso más de moda, la sociobiología, estuvieron en boga a través del
paisaje académico por un tiempo, y lo siguen estando en las Facultades de
Derecho donde las modas calientes se vuelven tibias y luego mueren. Pero en el
actual contexto, por
lo menos, el pragmatismo es vacío y no ofrece ninguna
ayuda para escapar de nuestro dilema. El pragmatismo nos dice que los
jueces pueden dejar a un lado los rompecabezas abstractos sobre el aborto y
preguntar sólo si las consecuencias serán mejores si se les prohíbe a las
mujeres que se les practiquen abortos. Pero no podemos decidir si las
consecuencias de una decisión constitucional son mejores que las consecuencias
de una decisión diferente sin confrontar, de nuevo, las mismas cuestiones
filosóficas que el pragmatismo espera evitar.
Si el aborto está
constitucionalmente protegido, asumamos, habrá más abortos y menos mujeres
cuyas vidas hayan sido marchitadas con un hijo indeseado. (Por supuesto que
también habrán muchas otras consecuencias, algunas más difíciles de predecir,
pero éstas son las más destacables). ¿Estas consecuencias bien conocidas,
consideradas por ellas mismas, significan que las cosas han ido mejor?, ¿o
peor? ¿Cómo podemos decidir sobre abortar sin decidir antes, en efecto, si el
aborto es un homicidio? Si esto es así, entonces las cosas no han ido
mejor, no importa cuan mucho parezcan ir de otras maneras. Supóngase, de
otra parte, que los tribunales hayan decidido que un aborto no está constitucionalmente protegido, y
muchos estados hayan continuado declarándolo criminal. La cuestión lentamente se desvanecería de la controversia pública, y cada uno habría
aceptado una posición en la cual, por ejemplo, las mujeres con suficientes
medios económicos habrían podido viajar entre estados donde el aborto fuera
permitido y aquellas que no podrían
haber tenido sus hijos sin reclamos. Desde un punto de vista, las cosas
habrían ido mucho mejor: habría habido menos enfrentamiento
público. Pero no podríamos decidir si las
cosas hubieran funcionado mejor en conjunto sin
decidir si las mujeres a las que se les habían negado abortos, o hecho incurrir
en grandes costos monetarios y problemas para lograrlo, fueron tratadas
injustamente. Por supuesto que podemos pensar que el tratamiento injusto para
algunos depende de si la comunidad, en su conjunto, es más feliz (o está menos
dividida, por lo menos) como resultado de negar abortos. Pero si tenemos el
derecho a pensar que depende aún de otro debate moral de alcance filosófico, a
saber si el utilitarismo es verdad. Así, el pragmatismo es una postura vacía
que no llega a nada porque la prueba que
propone –¿son buenas las consecuencias? – divide a las personas precisamente porque discrepan sobre las mejores
respuestas a las preguntas que el pragmatismo intenta evitar.
V. El nuevo formalismo
La sorprendente
popularidad de esa teoría vacía (el pragmatismo) demuestra aún más que el
dilema que describí al principio es profundo y preocupante. Dado que
realmente caló entre los abogados norteamericanos hace algunas décadas, ese
positivismo jurídico formalista es una visión desesperadamente inadecuada de lo
que hacen los jueces norteamericanos, en tanto han temido afrontar la
alternativa: tomar decisiones judiciales requiere juicios sobre cuestiones
morales tan profundas y polarizantes que son el objeto del profundo y continuo
estudio y división filosófica. Parece horroroso que los jueces no elegidos
posean el poder de imponer a los litigantes y la nación un conjunto de
respuestas a tales preguntas tan persistentes. Pero la idea de que los jueces
pueden decidir casos difíciles de alguna manera, incluyendo difíciles casos
constitucionales, cambiando su
enfoque de principios controversiales a hechos demostrables y sus consecuencias, es precisamente
otro ejemplo de la lamentable disposición de algunos eruditos jurídicos a
enterrar sus cabezas en la arena. Ya es hora de que la profesión jurídica
confronte abiertamente el hecho de que los ciudadanos norteamericanos están
profundamente divididos en cuestiones morales, que las decisiones judiciales
inevitablemente suponen tales cuestiones, y que los jueces tienen la
responsabilidad de admitir esto y de explicar por qué han tomado cualquiera de
las posiciones que tienen.
Sin embargo, hay otra
posibilidad. Si el derecho tal como está instituido –como la historia y la
práctica lo han conformado– gira sobre conceptos de dimensiones filosóficas, si
todos los variados recursos que pudiéramos construir para permitirles a los
jueces decidir los casos sin involucrarse ellos mismos en controversias
interminables sobre si esos conceptos deben fallar, si encontramos poco
realista e inaceptable que deben convertirse ellos mismos en filósofos,
entonces nos queda solamente un recurso: podemos convertir el derecho tal como
está en un mejor derecho adaptado a unos jueces más disciplinados y menos
ambiciosos. De esta manera, debemos volver, finalmente, a la opción escapatoria
más radical que han ofrecido, la cual ha sido llamada el “nuevo
formalismo”. Jeremy Bentham, que odió la institución que llamó “Juez y
compañía” (Juez & Co.), alegó que
el poder de los jueces para actuar como filósofos debe ser contenido mediante
la codificación de toda la ley, de modo que las decisiones judiciales realmente
fueran mecánicas. Aunque esto le parezca sorprendente a un abogado de mi
generación, el espíritu de Bentham está más vivo ahora que hace dos siglos. Hay
un entusiasmo creciente por un sistema jurídico que posibilite que la decisión
judicial se vuelva cada vez más mecánica.
Encontramos este nuevo entusiasmo
en la obra de variados estudiosos y de jueces que difieren entre ellos de
muchas maneras: Thomas Grey, Antonin Scalia, Frederick Schauer y Cass Sunstein,
por ejemplo. El objetivo compartido de los nuevos formalistas –lo que estas
figuras tan diferentes entre ellas tienen en común– es un deseo de cambiar el
derecho y la práctica jurídica de una forma que reduzca el ámbito de los
juicios abiertos a los jueces para decidir lo que es el derecho. Recomiendan
una variedad de estrategias, desde la codificación (en el estilo de Bentham), a
instar a los jueces cuando hacen nuevas doctrinas a que formulen reglas claras
[crisp rules] que puedan ser aplicadas mecánicamente después (en lugar de sólo
ofrecer principios generales), y a la propuesta
de Scalia para la interpretación invariable [statutory interpretation] (la cual
pide a los jueces no especular sobre las intenciones o los propósitos que los
legisladores pudieron haber tenido al hacer las leyes que hicieron, sino exigir
el significado más literal de lo que realmente dijeron).
El nuevo formalismo también es
responsable de un nuevo entusiasmo por la doctrina de la “intención original”
de la decisión judicial que he discutido anteriormente. El primer impulso para
esa doctrina fue semántico e interpretativo: sus defensores insistieron en que
la Constitución, tal como está, consiste en la comprensión de los contextos de
los conceptos morales que se encuentran en la Constitución, no en la mejor
comprensión de estos conceptos. La versión del nuevo formalismo no es semántica
sino estratégica, sin embargo, insta a los jueces a buscar una intención
original, no de la razón positiva que representa lo que realmente significa la
Constitución, sino de la razón negativa que los jueces quienes deciden casos de
esa forma que no necesiten desplegar sus propias convicciones morales o
filosóficas. Como ya he argumentado, esta estrategia debe fallar en su
meta: no es una forma de permitir que los jueces escapen de la filosofía, sino
de involucrarlos más profundamente
dentro de la controversia filosófica.
Pero debemos considerar los
méritos del nuevo formalismo como estrategia general. No puede ser una razón
para aceptar el regreso a la jurisprudencia mecánica [mechanical jurisprudence] que
precisamente relevará a los jueces de tomar decisiones difíciles o
controversiales. Esto permitiría que la cola meneara el perro: primero
debemos decidir con que clase de estructura jurídica deseamos ser gobernados, y
luego determinamos qué rol deben desempeñar los jueces en tal estructura.
Podemos tener algunas razones para querer ser gobernados por un grupo de reglas
más mecánicas, y estas pueden ser buenas razones en algunas áreas del derecho,
particularmente en las del Derecho privado. Podemos creer que trabajamos mejor
en estas áreas pidiéndoles a los jueces que limiten sus intervenciones en los
asuntos de la gente a lo estrictamente necesario bajo las tersas leyes que un
cuerpo legislativo elegido ha creado, dejándole a la legislatura decidir cuando
algunas clarificaciones o cambios en estas reglas sean deseables. Sin embargo,
no estoy persuadido de esto y creo que perderíamos más de lo que ganaríamos
extendiendo el domino del derecho en el cual las decisiones judiciales son
mecánicas.
Cuando volvemos al tema de mis
ejemplos principales –derecho constitucional– mis objeciones hacia el nuevo
formalismo se encauzan más profundamente: derribarían el tácito supuesto de
toda nuestra empresa constitucional, cual es que los ciudadanos tienen derechos
que deben ser protegidos de los cambios y de los veredictos auto interesados de
las instituciones mayoritarias. Como dije antes, la vieja escuela de la
intención original asumía como un asunto de semántica y de historia, que esos
derechos están limitados a cómo los comprendieron los hombres de estado fallecidos tiempo
atrás. La vieja escuela de la intención original creyó que resguardaba el
acuerdo Constitucional como realmente es. Los nuevos formalistas en el
derecho constitucional no hacen tal suposición; sus argumentos son
revolucionarios, no interpretativos. Aceptan que el cambio que proponen
disminuirá notablemente el poder de los
jueces para hacer cumplir lo que consideran
derechos constitucionales de las personas. Ésa es su meta y establecen la
doctrina de la intención original sólo como una manera conveniente para llevar
a cabo ese cambio, mediante la retórica a la que está acostumbrada el
pueblo. La retórica hace que el cambio parezca menos radical de lo que es
realmente.
¿Qué justificaciones
podríamos encontrar para esa dramática transformación de nuestra
práctica? Podríamos decir, primero, que el cuerpo legislativo hará un
mejor trabajo que el que hacen los jueces identificando y haciendo cumplir los
verdaderos derechos constitucionales: que el cuerpo legislativo será mejor en
la filosofía que lo que son los jueces. Pero eso es poco convincente. O
podría decirse en segundo lugar, que nuestra Constitución, tal como está, no es
democrática, y que el cambio en el poder mejorará nuestra democracia. Pero
esa afirmación descansa en una peculiar definición de democracia –que significa
solamente la voluntad de la mayoría– y esa afirmación es en sí misma ajena a
nuestra historia. Estas no parecen razones adecuadas para pretender que
nuestra Constitución sea sólo un accidente histórico, justo la codificación de
las opiniones políticas concretas y de los juicios de moda entre la elite del
siglo XVIII y de los hombres de estado y los políticos del siglo XIX. Esto
sería una traición de nuestra herencia política, incluyendo una traición de lo
que los hombres de estado y los políticos pensaron que estaban creando. Para
bien o para mal –seguramente
para bien– creemos que nuestra legislación en
general, y que nuestra Constitución en particular, descansa sobre principios y
no sobre un accidente histórico, y sería un gran traspiés en nuestro propio
entendimiento colectivo renunciar a esa
idea ahora.
Incluso no podemos citar la autoridad de Bentham para justificar tal cambio, debido a todas sus afirmaciones sobre la codificación y
por toda su desconfianza en los jueces. Puesto
que él tenía una gran filosofía –el utilitarismo– que, al menos desde su punto
de vista, sería respetada insistiendo que los legisladores diseñan reglas que no contienen términos morales abstractos, sino
que apenas estipulan las prohibiciones, soluciones y castigos que un
cálculo utilitario bien realizado aplicara a
los actos particulares. El utilitarismo es sólo otra
controversia filosófica, y además poco atractiva.
A menos que deseemos acogerla, o alguna otra forma reduccionista de
consecuencialismo, no debemos tratar de eliminar los juicios de las reflexiones
de nuestros jueces sobre lo que requiere la justicia legal en casos
individuales.
VI. Actitud filosófica y profundidad filosófica
Volvemos al comienzo
de este trabajo. Nuestra legislación le pide a los jueces que tomen
decisiones sobre cuestiones que han sido estudiadas con gran cuidado por filósofos
de diferentes clases y escuelas, y no podemos pensar en ningún cambio aceptable en nuestras expectativas hacia
los jueces, o en la estructura o el carácter de nuestro derecho, que altere ese hecho. Debemos examinar ahora la segunda parte del dilema que expuse ¿pueden los
jueces ser filósofos? Debemos tener cuidado,
al responder esta pregunta, para evitar cualquier caricatura de lo que
esto significaría. Sería absurdo sugerirle a los
jueces que pidieran permiso para ausentarse de su trabajo con el objetivo de
obtener Doctorados (Ph.D.) en filosofía, y que luego a su regreso al tribunal, que escribieran opiniones judiciales
que pudieran ser publicadas en revistas especializadas en filosofía. Nada
similar a esto ocurrió, sin embargo, cuando los jueces fueron más conscientes
de la importancia de la economía formal en el análisis jurídico. Los jueces no
se volvieron expertos en el estado del arte de la econometría o del análisis
matemático del comportamiento económico, y sin embargo sus opiniones fueron más
sensibles y sofisticadas en aspectos económicos.
No necesitamos
pedirle más a la filosofía. ¿Pero qué mostraría una mayor sensibilidad creciente sobre el tema? Para
empezar, los jueces deben entender que los conceptos que manejan –responsabilidad, significado, intención, igualdad,
libertad y democracia, por ejemplo– son conceptos difíciles, que estamos lejos de resolver
o tener claro cuál es la mejor posición o acuerdo
sobre ellos, y qué sería un error pensar que nuestra legislación, nuestra
historia o nuestra cultura, ha acordado una respuesta disponible y que no
requiere de ulterior justificación para uso de los jueces. Deben entender que
todos los resumidos expedientes que acabamos
de considerar –intuicionismo y pragmatismo, tanto
como el formalismo– son ilusiones, y que deben elegir entre los principios
rivales que se ofrecen para explicar conceptos constitucionales, y que deben
estar listos para presentar y defender sus elecciones. Estos podrían parecer
sólo avances limitados, pero de todos modos serían
muy importantes.
¿Qué podríamos
esperar razonablemente más allá de eso? Debemos esperar un cambio en
nuestras bases culturales que determine lo que
los jueces –y más aún, lo abogados– consideren relevantes en los
argumentos jurídicos. Tales bases culturales han aceptado la economía y,
particularmente en el caso del derecho constitucional, la historia
constitucional y política. Los abogados entienden que no sólo se les permite, sino que están obligados a
estudiar estas disciplinas con la esperanza de encontrar argumentos útiles para
sus posiciones, con el fin de presentarlas en el tribunal. Igualmente, la
cultura debe acoger el material filosófico pertinente como relevante. Los
abogados que debaten la comprensión correcta de la cláusula de igual protección,
por ejemplo, deben animarse a construir y distinguir las concepciones de
igualdad, y a discutir porqué una más que otra es la concepción correcta para
entender la fuerza de la cláusula. No quiero decir que ellos o los jueces a
quienes se dirigen deben citar o copiar los argumentos de algún filósofo en
particular. Los abogados entrenados de forma correcta pueden concebir sus
propios argumentos filosóficos, los cuales podrían ser muy diferentes de los
presentados por un filósofo académico, y los jueces, por su parte, pueden
valorar esos argumentos sin tenerse que sujetar a un
filósofo determinado. Sin embargo no sería irrazonable esperar que los jueces y abogados por igual tuvieran cierta
familiaridad con al menos las principales escuelas contemporáneas de la
filosofía jurídica, moral y política, porque eso parece indispensable para una
apreciación adecuada de cualquier argumento filosófico sobre el que deban
meditar. Podríamos pensar en un juez constitucional descuidado que no
tuviera una comprensión mínima de los historiadores principales de la
Convención Constitucional y las Enmiendas de la Guerra Civil. ¿Por qué no
debemos insistir también que los jueces constitucionales estén enterados de las
obras de John Rawls o H.L.A. Hart, por ejemplo? Por supuesto que no
quiero decir que los jueces deben considerarse ellos mismos como sus
discípulos. Quiero decir exactamente lo contrario: que deben tener una
comprensión suficiente del trabajo de los principales filósofos en las ramas
pertinentes de la filosofía para leer a tales filósofos críticamente.
Debo repetir, sin entrar en
debates, que no estoy suponiendo que cualquier incremento de la sofisticación
judicial en la filosofía eliminaría la controversia entre los jueces. ¿Cómo
podría darse si los mismos filósofos discrepan tan dramáticamente entre
ellos? Pero se puede reducir la controversia. Es una anécdota bien
conocida que algunos magistrados de la Suprema Corte que fueron nombrados
porque eran auténticos conservadores, tales como Warren, Brennan o Souter, resultaron
ser más liberales de lo esperado, y que algunos nombrados porque eran genuinos
liberales, como Frankfurter, resultaron ser más conservadores. La reflexión
filosófica pone a prueba los supuestos endebles, y produce por lo tanto más
cambios, que cualquier otra clase de reflexiones. No estoy promoviendo una
mayor sofisticación filosófica para que elimine o reduzca la controversia, sino
para que la haga (si usted perdonaría la piedad) más respetable, o al menos más
iluminada. ¿Cómo no puede ayudar si los jueces cuando discrepan sobre lo que es
realmente la democracia, son conscientes de las dimensiones filosóficas de su
desacuerdo, y tienen alguna familiaridad con
las ideas de las personas que han dedicado mucho tiempo y paciencia a
pulir la controversia? Como mínimo, debe ayudarles y ayudarnos a entender sobre
lo que realmente discrepan.
VII. Filosofía y educación jurídica
Estoy hablando como si nada de lo que espero ver todavía existiera, y eso es
incorrecto. Hay ya un gran consenso de lograr una mayor sofisticación
filosófica de la que solía haber, tanto entre abogados y jueces, como en la
educación jurídica. Los magistrados de la Suprema Corte, Breyer y Stevens, para
nombrar dos jueces prominentes, han citado filósofos en sus conceptos en años recientes.
Hay filósofos académicos profesionales en las principales facultades de derecho
norteamericanas, incluyendo las universidades de New York, Yale y
Chicago. Todas las principales facultades ofrecen cursos de filosofía
jurídica como parte de su plan de estudios, y estos cursos están generalmente
mucho más integrados con la filosofía general de lo que solían estar.
Si la profesión va a crecer
constantemente más consciente de la importancia de la filosofía en las
decisiones judiciales, la presencia de este tema en la educación jurídica debe
incrementarse. Deben haber más cursos introductorios y avanzados en filosofía
política y moral sustantiva en más facultades de derecho. Sin embargo, la
educación jurídica se encuentra atestada de cursos: hay ya demasiado para tres
años, lo que significa que muchos estudiantes no se sentirán capaces de
aprovechar la oportunidad de tomar más materias filosóficas electivas
ofrecidas. Pero también las facultades de derecho deben procurar
introducir a la filosofía dentro de los cursos jurídicos más básicos. Un curso
sobre responsabilidad jurídica extracontractual, por ejemplo, formaría a los
estudiantes más en las teorías filosóficas rivales sobre la responsabilidad
moral del daño, tal como de las teorías económicas rivales sobre las
consecuencias de la responsabilidad jurídica extracontractual en los costos
totales de los accidentes. En las clases de derecho constitucional deben
estudiarse diferentes concepciones de la democracia y de los diversos roles que
la comprensión de las ideas sobre la libertad, la igualdad y la justicia
social, jugarían en la interpretación constitucional.
No tengo la menor
duda de haber ofendido a muchos abogados en esta defensa de la filosofía, y
ahora me arriesgo a ofender a los filósofos también. De mi parte, pienso que no
sólo la filosofía política y moral sustantiva son temas apropiados para incluir
de diferentes formas dentro de los planes de estudio de las Facultades de
Derecho, sino que las facultades de derecho pueden ser un mejor lugar para realizar tales estudios que cualquier otra
Facultad en las universidades, incluyendo los departamentos de filosofía.
Porque en un contexto jurídico entendemos particularmente bien las
implicaciones actuales de diferentes principios morales y políticos: alejamos los
anuncios [the staples] de muchos cursos
de filosofía –historias fantásticas sobre carruajes
fugitivos que podrían matar a dos o a veinte personas atadas a diferentes
secciones de un riel– y consideramos las cuestiones morales en contextos camuflados
y reales, tales como la economía farmacéutica que ata juntos los intereses de
investigación, comercio y el dolor en la vida corriente (para citar un
ejemplo). No hay oportunidad para el imperialismo territorial sobre en
esta materia: las cuestiones morales han sido estudiadas con una delicadeza
extrema en casi todas las áreas académicas, de la poesía a la medicina. Pienso,
sin embargo, que eso trae a los filósofos a las
facultades de derecho, y los anima a pensar y
a enseñar junto a los abogados, es entonces particularmente fructífero para
ambas disciplinas.
VIII. Para finalizar
He estado hablando sobre el poder
de las ideas, y podría estar bien, o casi, terminar recordando la exhortación
del poeta alemán Heine: él advirtió que ignoramos para nuestro propio riesgo el
poder que tienen las ideas filosóficas para cambiar la historia. Pero en
realidad quiero terminar con la que considero una expresión más actual, porque
puedo resumir mi consejo a mi profesión, y particularmente a sus jueces en dos
frases que espero muestren una fuerza en la actualidad: Sean pulcros [Come Clean] y Vuélvanse realistas [Get Real]. Sean pulcros con el papel que
los conceptos filosóficos realmente juegan en el imponente diseño y en los
exquisitos detalles de nuestra estructura jurídica. Vuélvanse realistas sobre
el duro trabajo que afrontarán para cumplir la promesa de esos conceptos.
New York Council for the Humanities
Scholar of the Year Lecture (2000)
Must Our Judges Be Philosophers?
Can They Be Philosophers?
R
* See Ronald Dworkin, “Objectivity and
Truth: You’d Better Believe It,” Philosophy
& Public Affairs 25:2 (Spring 1996). {return to text}
* (Copyright ©
2000 by Ronald Dworkin) La versión original de este ensayo fue presentada
originalmente, como Must Our Judges Be
Philosophers? Can They Be Philosophers?, en una conferencia pública en New
York en octubre 11 de 2000, honrando el nombramiento de Dworkin como Jurista
del año [Scholar of the Year] del
Consejo de New York para las Humanidades. La conferencia fue auspiciada
por la Firma de Abogados Orrick, Herrington & Sutcliffe LLP.
*
Traduzco ‘overlapping’ como
‘entrecruzado’ para darle el mismo matiz que en el sentido que se traduce el ‘overlapping consensus’ rawlsiano. [Nota del
traductor]
[1] Ver, Ronald Dworkin, “Objectivity and
Truth: You’d Better Believe It”, en: Philosophy
& Public Affairs Vol. 25, No. 2 (Primavera) 1996.
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