Primero fue la violenta
sacudida –7,8 grados en la escala de Richter, a solo 15 kilómetros de
profundidad– que experimentó el sábado Nepal, país de 28 millones de habitantes
y uno de los más pobres del planeta, y que hasta el momento de escribirse estas
letras deja un saldo fatal de más de 3.200 muertos y 6.000 heridos, la mayoría
de ellos en su capital, Katmandú, mientras se desconocen las cifras
consolidadas de otras zonas más apartadas que sufrieron el sismo y sus
réplicas, la más fuerte de 6,7 sentida ayer.
Luego, conforme se fue
revelando la magnitud del desastre, el mundo también se sacudió de dolor.
Sentimiento de consternación que, como suele ocurrir ante tragedias de estas
proporciones, se ha venido traduciendo en poderosos gestos de solidaridad. Ya
comenzó el despacho de aviones con las ayudas que una contingencia de estas
demanda, desde frazadas hasta hospitales de campaña.
En primer lugar, hay que
lamentar, por supuesto, la pérdida de vidas humanas y la tragedia social que
trae consigo el fenómeno natural. Y hay que decir que la pobreza de un país es
directamente proporcional no solo a su vulnerabilidad, sino a la cantidad de
dificultades que encontrará para pasar esta triste página de su historia. Aquí,
en el vecindario, está el caso de Haití, donde sigue vivo el recuerdo del
violento movimiento telúrico que dejó más de 200.000 víctimas. Así mismo, hay
que reseñar con hondo pesar el daño, en buena medida irreparable, que sufrieron
construcciones como la torre Dharhara, que databa del siglo XIX, y las plazas
de Basantapur Durbar y Patan Durbar, esta última declarada patrimonio de la
humanidad por la Unesco.
Y si algo, además de
sufrimiento y desolación, debe dejar un evento como este, son lecciones para
todo el planeta. Aquí hay que decir que Colombia, en mayor o menor medida,
comparte varios rasgos con este país asiático, desde las zonas densamente
pobladas con elevado riesgo sísmico hasta lo mucho que falta por hacer –no
obstante los esfuerzos recientes para mejorar– en asuntos como la capacidad de
respuesta de la red hospitalaria, la resistencia de las construcciones y, en
general, la cultura de la prevención, tan necesaria para que de llegar a
ocurrir una tragedia de estas, que incluye el desconcierto y, muchas veces, la
anarquía que se viven horas y días después, el daño no sea tan abrumador.
Que el estremecimiento que
producen las imágenes que llegan del otro lado del mundo nos lleve a una
revisión exhaustiva de cómo vamos en la perenne tarea de disminuir, tanto como
podamos, la vulnerabilidad de nuestra sociedad frente a un terremoto. ¿Las
nuevas construcciones están cumpliendo con los requisitos de la más reciente
norma de sismorresistencia? ¿Las instancias encargadas de hacer cumplir esta
disposición están desempeñando a cabalidad su labor? ¿En escuelas y colegios se
prepara a los niños para saber responder, llegado el indeseable momento?
¿Hogares, empresas y establecimientos públicos cuentan con planes de
evacuación, hacen simulacros con frecuencia?
Sobre la necesidad de estar
preparados, tiene razón Gustavo Wilches, reconocido experto en estos asuntos,
cuando afirma que ni “el terremoto, ni el huracán, ni la erupción volcánica son
desastres. Desastre son los daños que producen cuando la comunidad es
vulnerable”.
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